8.11.02

Huyendo del pecado atravesamos ríos, atravesamos montañas y desiertos. Pero el pecado nos siguió y nos hacía volvernos aún a riesgo de convertirnos en estatuas de sal a cada instante. Atravesamos ríos como nunca los vimos, ríos caudalosos de aguas tranquilas y ríos pobres con aguas turbulentas. El pecado nos seguía de cerca. En las montañas no nos fue mejor. Hacía frío en las altas cumbres y pasamos calores terribles cuando andábamos cerca del sol. Pero el pecado nos seguía cada vez más veloz. En el desierto el peor enemigo fueron los recuerdos, la falta de lluvia y los olores secos. Andamos por la noche y también por el día, la arena se nos metía en los ojos. Pero el pecado nos seguía aún. Y cuando creímos que todo estaba perdido nos alcanzó el pecado, lo veíamos en los ojos de las gentes cuando nos miraban, en los niños que siempre habían sido los inocentes, en las flores que no abrían sus pétalos por nosotros... pero el pecado nos dejó. Cuentan que persiguió a una joven por no se qué imprudencia que había cometido, quizás por amar mucho, y ella huyendo del pecado atravesó ríos, montañas y desiertos. Nosotros le gritamos que no huyera, pero el pecado era algo de lo que había que huir.

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