8.12.03

Sobrevivir al otoño

Las hojas de los árboles que han conseguido sobrevivir al otoño se mecen al ritmo de la brisa. Miro por la ventana y veo como pasan los coches, las personas y los minutos. Algunos minutos caen como las hojas que no pudieron resistirse al ciclo inalterable de las estaciones. Caen lentamente, meciéndose al ritmo de una música secreta, como posándose sobre las aceras grises donde acaban pisoteados por las prisas.

Empieza a oscurecer, lentamente, como pasan los días. Como si la luz fuese volviéndose tímida y pudorosa, como si al sol le diese vergüenza la intimidad de las sombras. Y las aceras siguen siendo recorridas por la urgencia y por la premura.

El sueño deberá ser veloz para que no perdamos mucho tiempo. Los encuentros con nosotros mismos se vuelven breves y concisos, como una cita a la que no queremos ir pero finalmente no podemos rechazar. Poco a poco dejaremos de vernos, enfriaremos el contacto y lo perderemos, como con el amigo que no lo fue realmente y del que nos separan más las ganas que la distancia.

Luego, de nuevo, volverá la luz del día. Brevemente bañará los tejados, las fachadas y, por fin, las aceras. La luz bajará a la calle, como el niño después de la merienda, con avidez y trasformando su calma en urgencia. Y será de día. Y las calles que han dormido con los ojos abiertos se pondrán en marcha como gigantes escaleras mecánicas, arrastrando a la gente hacia nosesabebiendónde.

Y volverán las tardes y las noches, los días. Y pasarán los minutos, las horas y las semanas. Y el próximo invierno podremos seguir viendo cómo algunas hojas se han resistido al otoño y se mueven con la suave brisa que se levanta al caer la tarde de un día cualquiera del frío invierno.

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